OSIRION PRINCIPADO DEL KA

El solemne sonido de la paloma (25)



El solemne sonido de la paloma…

 

Aquella triste noche de la toma del puerto de Mahdía, los Ziríes se dispersaron sobre las tablas y pertrechos de las hundidas barquichuelas sobre el mar de los Juncos…

La tierra coralina, púrpura, de macizos cordones a la vera de las dunas amarillentas,  iba quedando lejos, tras cada brazada de Kaamla, entre lotos y juncos…

Cada movimiento, tenía la fuerza inminente que surge de salvar la vida… defender la existencia, sin registro de identidad; más este era el supremo fin de ese momento…

Exhausta y sin fuerzas, tras el mudo y descubierto fantasma de mirar cómo, el último reducto Zirí, y la muerte de quien fuese su consorte, Ausar… iban quedaban lejos, como su tierra;  perpetuando cada recuerdo en su memoria, a fuerza del inmenso dolor…

Al llegar a la costa, apretó con fuerzas el imamah sobre su cabeza, cubriendo su rostro, quedando sólo, el negro tinte de sus ojos al descubierto, y la morena frente…

… acomodando los pliegos de su vestido, desgarrado y sucio, llegó al monasterio, donde, para no ser descubierta, fingió ser muda…

Si los monjes y monjas descubrían su pasado Zirí, no le dejarían salida; debería optar por la sumisión de su fe diferente, o la barbarie hecha espada, ante los cruzados…

El monasterio, ofrecía asilo y un nuevo motivo para vivir…

Tras el largo camino hacia la costa, a cada brazada, entre las olas y el viento salitroso, fue perdiendo la fe y la esperanzas de un nuevo amor, por lo que decidió surcar los caminos de la tebaida…

Al hacer ejercicio de la esperanza, Kaamla circundaba las granjas, llevando consuelo a los enfermos, niños y necesitados… y se ayudaba a sí misma, día a día…

Unos ojos lujuriosos, la observaban sin que ella lo presintiera… era Engiste, el monje encargado de los trabajos forzados de los Ziríes…

A este tiempo, no se había despojado de su imamah, pero vestía el atuendo de las mojas, sin serlo… y su figura, se perdía entre los mantos grises de la orden monástica…

 

Sin pertenencia, realizaba la misma vida del resto del convento… el cultivo y labranza de las granjas…

En silencio y paz, en su humilde celda, al atardecer en retorno de su memoria, levantaba los ojos hacia MaKoraba, y juntando sus manos sobre el pecho, se inclinaba hacia la Surya,  susurrando una canción, apenas audible, saludando la caída del kitab…

Su corazón seguía perteneciendo a Ausar … donde quiera que este estuviese… y también a la Surya…

Cierto día, al regresar de sus tareas del campo, Engiste, el monje que rendía los oficios soberanos del témpore feligrés, hacia los paganos y pocos Ziríes que habían permanecido con vida, tras la revuelta ordenada por Gregorio sobre Mahdía, la escuchó en sus rezos diarios de amor a la Surya…

Asomada en el campanario y elevando la vista hacia el mar de los Juncos… su plegaria sonaba como aleteos de aves buscando su propio nido…

Engiste sabía que Kaamla, no gritaría pidiendo ayuda, puesto que la había sorprendido en su secreto… y podría entonces someterla…

A partir de ese instante, sería condenada por desacato a la orden… ella estaba entre la espada y la pared, a su merced…

Lascivo y miserable, se acercó a la joven, con el aliento mugroso de hacerle pagar su error, perteneciéndola… mientras murmuraba: Deus vult! Deus vult! Deus vult!...

Kaamla sentía sus ardientes manos, como estiletes que cortaban su piel en pequeños trozos…

Y fue que, ante la imposibilidad de un grito de auxilio, lentamente se convirtió en una dura, extraña estatua de sal…

A cada grano de sal que caía al suelo, una paloma nacía y tomaba vuelo hacia Makoraba…

Miríadas de palomas volaban libres al cielo, tras la amada Surya…

Pero una de las muchas aves, quedó prisionera bajo el badajo del carrillón…

El cuerpo sutil y pequeño de la paloma, pegaba una y otra vez y otra vez, contra el bronce de la campana, produciendo un ruido ensordecedor… hasta que al fin, pudo morir…

Cuentan los ziríes, que el alma de Engiste, graznó cada tarde en el oscuro cuerpo de un cuervo por once días… produciendo un lúgubre sonido, mientras se escuchaba, el aletear de una paloma, que volaba hacia el infinito, bajo el alero del campanario…

Pasado ese tiempo, nunca salió a la luz, viviendo eternamente bajo las alas del carrillón, en aquella atalaya del monasterio…

 Vitelmina Ahuir

 


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