OSIRION PRINCIPADO DEL KA

El espantapájaros (8)

El espantapájaros Los juguetones pajarillos gorjeaban mientras se consumían hasta la última semilla que el labrador tirara con esfuerzo sobre la tierra. Un día cansado de tanta inútil lucha, decidió fabricar un espantapájaros. Con ello se dijo, no volvería a sufrir la estafa de la naturaleza. Un amanecer, cortó con su azada un buen fardo de flexibles de dura pajas y se dirigió a su campo. No se dio cuenta que su niña lo seguía de cerca. La pequeña se sentó a mirar cómo aquellos robustos brazos construían algo que ignoraba el para qué de su hechura. Ató los largos junquillos, y con un extenso y delgado mimbre, le forjó el cuello, la cintura, y unas largas patas. Sacó la vieja boina de su cabeza, la acomodó sobre el trabajo, y atravesando el mato con un palo de escoba, le construyó los brazos. Un largo puntal incrustó entre las varillas, un cigarro a medio consumir, entre lo que señalizó como la cabeza, colgó dos o tres trapos sobre los descarnados brazos, y miró con satisfacción su obra terminada. Entonces volvió a sembrar. La pequeña estaba encantada con aquel extraño personaje. Días tras días siguió a su padre a la hora de la labranza, y los cultivos se veían rebosantes de frutos y con ello la satisfacción y la algarabía llenaron el corazón noble del trabajador. Cosechó los frutos, los guardó en su despensa y contempló la lenta aproximación del otoño. Al comienzo, el noble trabajador no prestó atención que la pequeña saliera a diario a sentarse a conversar con su amigo imaginario y que pasara horas narrándole sobre mundos desconocidos. El otoño robó las hojas a las plantas, quedando solo filamentos desnudos, como mudo recuerdo de un verano pujante y rebosante de nobles frutos. Las lloviznas, caían lentas y mansas sobre la abandonada parcela, y la niña, como todos los días, llevaba su alegría al tierno personaje, que a cada paso, iba perdiendo sus atavíos. Un día, el labrador la vio llegar desnuda al hogar, con solo su rosado calzón y sus piernitas rollizas arañadas por los matorrales. Sin duda, comenzó a preocuparse por su pequeña. El personaje de paja, lucía su pequeño overoll azul y su camisa blanca acomodado graciosamente sobre tal espantajo. Día por día, desvistió al muñeco para rescatarle la ropa pero idénticamente, al día siguiente, ocurría lo mismo. Un buen día, llegando la pequeña en esas condiciones, lloró amargamente y se arrepintió de haberlo construido. Cuando la pequeña niña, vio a su padre, se sintió morir. Pidió y suplicó, por ropas para su noble amigo, pero nada convencía al adusto labrador. La niña sentía que no podía dejarlo morir de frío, pero el labrador, no entendía de sueños, ni de amigos imaginarios. Un día cansado, ya sin poder de convencimiento, decidió que era hora de tirarlo al fuego. Bien podía alimentar el horno para hacer el pan, y terminar con aquella desventurada historia. La pequeña lo vio sobre el leñero, pero recordó que si lloraba, también lloraría su padre, por lo que decidió tragar sus lágrimas para siempre; pero el recuerdo de su amigo en la leñera, próximo a ser destruido, y en la total intemperie, le partió el corazón sin una lágrima. Pasaron los días y la pequeña enfermó. Sin ánimos de alimentarse, se iba consumiendo y sin verter una lágrima. El labrador abatido, llevó a la pequeñuela a la gran ciudad. Nada podía devolverle la sonrisa. Sin nada en su físico que corregir, los viejos médicos declararon una enfermedad desconocida y terminal. Retornando sin consuelo con su pequeña, de nuevo a su humilde hogar, pensó que tal vez, si rescataba al viejo muñeco de los trastos de la leñera, la pequeña se recuperaría. En sus amorosos brazos la levantó y la llevó al mustio sembradío. Buscó al desvencijado espantapájaros, y lo volvió a su lugar. Enternecido por arrancarle una sonrisa a su pequeña, corrió a la casa y lo vistió con sus mejores prendas. Un pantalón de algodón gris y un saco de franela oscura, vistieron a la noble figura de ensueño de su hija. Lentamente, la pequeña recomponía fuerzas y volvió a ser feliz Los años pasaron, el viejo cultivo y el amigo quedaron sin la dulce presencia de la pequeña y el labrador. Los aires y venirles de la vida, los llevaron a rutas desconocidas y pueblos lejanos. La pequeña se convirtió en una mujer, pero siempre recordó que llorar, traería angustia en los demás. Platearon las lunas el cabello de la mujer, que llegó a tener casi los años de labrador. Ocurrió entonces, que retornó al sembradío en busca del recuerdo de su dorada infancia. En su lugar, se elevaba un cultivo distinto, lleno de mariposas y cargados de doradas espigas. El sueño del labrador, se había visto multiplicado cientos de veces en manos extrañas. Pero la vieja parcela donde el duro agricultor había hecho su huerto, se encontraba intacto. Removió la fresca y perfumada tierra y un saco enmohecido por el tiempo, con algunos trozos de palo, salieron a la superficie. Sentándose sobre la negra tierra, tomando los corroídos palos como mandos y cubriéndose con los trozos de franela oscura, enmohecida y vieja aquel día, lloró. Vitelmina Ahuir

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