OSIRION PRINCIPADO DEL KA

El sacrificio (7)

El sacrificio En el atril del templo el alfanje estaba listo. El solitario monje aquel, tenedor de las arcas ancestrales de la fe, tuvo en sus ojos un destello oscuro de impiedad, y mirada de augusta roca. Turbia la mirada y el corazón con la dureza increíble de una piedra. La tierna muchacha llego ante sus recintos. Alina admiraba hasta con delicia el brillo de la espada tendida sobre el almohadillado rojo del altar. Vestía blancos harapos enredándose en sus piernas, apenas cubriendo su cuerpo. El largo vestido desgajado por el castigo, era el mudo reflejo del dolor. En el fondo del templo, las luces mortecinas de alas imponentes, cubrían las imágenes de los dioses eternos, con pétrea visión de la realidad. Idénticamente como el monje, todo era roca. Las palomas picoteaban en las ventanas, tratando tal vez, de quitar el polvo somnoliento de cada una de las aberturas, para llevar la luz. Fue que alguna que otra, logró cruzar el sempiterno recinto de rezos, musgos, lamentos contenidos y castigos prodigados, milenios tras milenios. Revoloteo incesante de golondrinas, con rasante vuelos en la búsqueda infinita de la verdad absoluta, para aquel tenedor del templo. El monje tenía la misma inquebrantable figura de los dioses. Solo trozos de granos enquistados y comprimidos, ante un credo errante, cuyos esclavos seguían siendo castigados bravíamente por las terribles costumbres. Ella estaba allí. Todo estaba listo para el sacrificio. Alina no suplicaba perdón, pues el perdón solo era condición para su Dios, y él continuaba mirando con ojos de bondad, su presencia blanca y semidesnuda. Lo sentía en su corazón. Ya había dado una vida por su señor, en otrora inveterado sentido del tiempo. Sí, en aquel tiempo donde Nahas reptando a la espalda de su amo, llegó serpenteando y sin aviso, y por amor lo cubrió con su cuerpo. Pero hoy, aquel señor, tenía el aspecto del monje y no estaba allí, no había asistido a su condena. Alina no pedía perdón. No era posible ante aquel personaje curtido de vivencias atormentadas y cegado por los castigos aprendidos e incorporados. Ella había sentido necesidad de la presencia de su señor y había saltado las escalinatas del templo para contemplarlo una vez más, solamente una vez más. Robando el papiro de la eterna juventud, en los grabados cuneiformes y distorsionados del tiempo, con su sangre había profanado el escrito. Quiso detener la anuencia de los tiempos. Trazó con su linaje sobre los glifos oscuros, poniendo la belleza de un canto distinto, pero el monje lo supo. El canto de un amor que la aprisionaba, no se escuchó, ni llegó a su señor. Como tampoco los cantarinos sueños de pintadas alegrías, tardes y más tardes , durante toda su vida. Gotas de amor, una tras otra en su canto diario. No pedía perdón, esto sería solo frente a su Dios. Había osado revertir un par de trazos en los antiguos libros, solo despojando un poco de tiempo a todo designio. Pero aun así, no imploraba perdón. Los latigazos que rompieron su carne, tampoco habían satisfecho la necesidad de verlo una vez más. En el ocaso, un rayo misterioso cayó sobre el libro y las sagradas escrituras resplandecieron junto con el rayo. La luz envolvió el recinto, y no quedó ninguna roca, ni piedra sobre piedra, todo se hubo desgranado. Eterno desierto con sus montañas de arena. Esclavos cargados en los caminos interminables del Desierto. La esclavitud y sus espaldas dobladas, fueron redimidas por aquel rayo. Una tibia paloma con un lirio en el pico, se posaron en las palmas de Alina. Sus pobres harapos se convirtieron en el más bello vestido de bodas eternas. Diademas de Ángeles fueron los regalos de su Dios. Con creces había pagado su descarrío. Los latigazos crueles sobre su cuerpo, piel y corazón, fueron receptados como su gloria. Un punzón de iridiscentes bríos, cambiaron las páginas. Ella moriría sí, con ese alfanje listo, cercenador y brillante, pero su Señor al entregar su alma al creador, recién vería la verdad de su entrega y allí la amaría, por su error y su destino. El monje desenvainó el alfanje. Cruzó la carne de la joven esclava, y al morir, de su garganta un sonido indescriptible de pájaro milenario, cantó sobre el pecho herido, como la nupcial melodía de la entrada a los cielos azules, donde un Dios compasivo, aquel que el monje desconocía, la recibió en sus brazos. Vitelmina Ahuir

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