OSIRION PRINCIPADO DEL KA

Ahlam y la caída del sol

 



Ahlam y la caída del sol

El disco dorado codeaba inquieto las cúspides de las montañas,

para acomodarse y anidar entre la cadena espinal del paisaje

para arropar su cansancio.

Se recostaba sediento de paz, entre las tintas naranjas de

un occidente que parecía devorarse la vida.

Desde allí partía serpenteando el agua del lánguido arroyo

que despeñándose, trozaba en pedazos la sorprendida

tierra por tamaña brecha.

El arroyuelo formaba pequeños espacios de retención de

líquido verdoso, mezcla de musgos y algas, que alfombraban

las piedras sumergidas en el cauce.

Grateus cubiertos de granadinos frutos, eran una invitación

constante a las bandadas de cotorras, que buscando

el nido antes de la noche, lo hacían perturbando el silencio

y la quietud del momento.

El afluente de pronto se convertía en hilo líquido, que

cauteloso se estremecía vergonzoso ante el estrecho camino,

hecho de rocas resistentes, que servían de pequeño puente

para el paso de carruajes.

Ahjam, no estaba sola… su gran amor Abdel Rahim la miraba divertirse

con sus altos zuecos, saltando aquí y allá, entre los montículos

de arena, mezcla de hojas muertas de otoñales destellos.

La joven le quitó al cauce una conchilla rara y distinta,

no concordante a esa serpentina vertiente.

Se la robó, a las ondulantes aguas, mientras esta yacía, un

instante, descuidada sobre la arena desnuda y oro, mixtura

de pequeños fragmentos.

Quiso la vida que él se fuera con el atardecer por

tiempo incierto.

Lo vio partir sin la certeza de volver a verlo.

El talismán aquel, de calcárea conformación, era sostenido

como se contiene la confianza y sí, la esperanza del

retorno.

Y volvió a buscarlo sin encontrar su presencia física

que extrañaba como sus besos y caricias.

Tenía impresa en su cuerpo y en su alma, la textura de

sus manos y la ternura de sus agasajos, como así también, el

sentido de protección de aquel pecho enorme, que se ofrecía

a cobijar su cariño sus anhelos y ansias de vivir.

Volvió, pero él no estaba.

La Luna, luego del espectacular y dantesco final de la

caída del titán del día y su luz, quiso enseñorearse del escenario,

sin que otro actor principal robara el misterio de su

danza.

Siendo siempre la caprichosa lumbrera de femenina esencia,

deseó ser piadosa del sentir de la muchacha, tiñendo los

cabellos de la joven con resplandecientes hilos de plata.

La chiquilla seguía sosteniendo en su mano el talismán

que quitara al río como promesa de retorno.

El atardecer le traía a la memoria aquella tarde de mayo

pero abrió su mano para mirar su fetiche y una lágrima de

extrañeza rodó casi sin querer sobre el pequeño objeto.

Una esfera de luz, partió de su centro y se contoneó en

el aire, buscando una sonrisa de esperanza.

La fuerza de la luz mortecina elevó la marea de la fuente

y un hondo remolino se formó con la solución de aquel

cadencioso río y entre la espuma, la Diosa Inmortal de las

lluvias se hizo presente ante sus asombrados ojos.

Las ondinas que vestían a aquel etéreo ser, engalanaron

con lágrimas de alegría el atuendo de la imponente figura, e

invitaron a la joven a acercarse a la rivera.

El susurro de aguas cantarinas y danzantes, abrieron la

inmortal puerta del tiempo incitándola a entrar.

El pasado estaba allí, como un eterno presente.

Fue un trueque justo el pequeño talismán, requerido

por las fauces del río, por el paso inmortal al recuerdo.

Allí se encontraría siempre con él, quien tendiendo sus

manos, para la caricia y resguardo del amor limpio y puro

como las cantarinas aguas permanecería por siempre.

A partir de ese momento, Ahlam, no volvería a estar sola

nunca;  solo debía franquear la entrada al recuerdo de ese

día, para ser feliz.

Vitelmina Ahuir


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